miércoles, 7 de abril de 2010

San Francisco, California- Mis ansias no eran tan incontenibles como para pasar la noche fuera de la tienda o siquiera llegar un par de horas antes y ser de los primeros en tener una iPad en la mano. No me consumía el deseo fetichista de tenerla. De hecho, primero hice otros quehaceres antes de aparecerme en la tienda.
Justo un mes antes había realizado la “pre-compra” en el portal de Apple. Tenía dos opciones: entrega a domicilio o recogerla en la tienda. Elegí la segunda alternativa. Hace una semana recibí la confirmación de que la iPad estaba lista y que debía recogerla entre las 9 y las 3 de la tarde, de lo contrario la máquina entraría a la esfera de las “disponibles para los que no la pre-ordenaron”.
Me presenté alrededor del mediodía en compañía de mi compañero Shehryar. Había dos filas fuera de la tienda: los “pre-ordenados” y los compradores. Los dependientes de la Apple Store, ataviados con playeras azules, ordenaban a la multitud que para esas horas ya era muy manejable.
Por la mañana, a las 7 AM –dos horas antes de que abrieran la tienda–, algunos nerviosos y entusiasmados fanáticos de la marca Apple (alrededor de una veintena), habían pasado la noche haciendo fila y se habían repartido fichas numeradas. A las 8:59, con una cortina negra que cubría los ventanales de la tienda, los empleados hicieron el conteo regresivo desde el 20 hasta el cero para jalar la cortina y mostrar a la turba enardecida el dispositivo que tantas palabras había generado en los medios e internet en los últimos meses. (Este recuento tempranero fue cortesía de un reportero finlandés.)
Yo no tuve que esperar ni media hora en la fila antes de tenerla en la mano. Delante de mí estaba una mujer –cuarentona, vestida toda de negro y que se mordía las uñas– que volteaba nerviosa a ver la fila de los compradores. Justo en medio de ambos filas pasaba la gente que no tenía interés alguno en el acontecimiento tecnológico de la primavera de 2010.
La mujer dijo llamarse Elda y dedicarse al diseño gráfico. Dijo que ya quería entrar y poner las manos sobre la máquina, mencionó que sí le pesaba que no tuviera capacidad para el video Flash de Adobe, que no quería la que tenía conexión a la red celular 3G, que no le importaba que no tuviera cámara y que compraría la de 16 GB sólo para convencerse de qué tipo de “bicho” era y esperar a la segunda versión para comprar –si es que la convencía– una iPad con mayor capacidad.
En tanto, los de las playeras azules daban algunas instrucciones para que ambas filas no se confundieran y cediéramos el paso a los transeúntes. “Aquí hay seleccionados, compradores… y perdedores”, dijo Elda con risa macabra.
Fui conducido a la caja, pero antes me preguntaron si quería comprar algún periférico. “Hay teclados, cubiertas, audífonos, posicionadores, cables, kit de conexión para cámara…”. Una cubierta de neopreno de Apple, más vale protegerla desde que salga de la caja, pensé. “¿Algo más?”, preguntó el dependiente de playera azul. “No, es todo”, dije.
Salí contento con la compra: iPad de 64 GB, cubierta de neopreno, posicionador para mantenerla en posición vertical y garantía contra fallas… total, poco más de $1,000 dólares. Como la gran mayoría de los 300,000 compradores de iPad del fin de semana, decidí “adornar” el dispositivo con otras monerías.
Shehryar estaba más entusiasmado que yo, pero no compró ninguna iPad. Sin embargo, me hizo sacarla en el almuerzo, en pleno restaurante, se conectó a la red WiFi, checó su correó en Gmail, abrió el libro de Winnie the Pooh, puso sus grasosos dedos de club sándwich sobre la impecable pantalla, la mostró a las adolescentes que estaban detrás de nuestra mesa y les habló maravillas de ella. En el restaurante, la iPad era la sensación.
Cuando tuve de nuevo la máquina en mis manos, la limpié, di de alta mi cuenta .Mac, mi correo electrónico, mi cuenta Gmail en sólo 2 minutos y la guardé en su caja. Por la tarde tenía una cena y decidí llevarla para enseñársela a Tate, mi anfitrión. Él –20 años e hiperactivo– bajó juegos, tres libros, descargó varios programas, entre otros Facebook, Skype, Twitterrific, algunos juegos como Radiation, GWars:Touch, un programa para dibujar con los dedos, un buscador temático (SkyGrid) y una aplicación (app) para verificar los horarios de salida/llegada del tren en San Francisco.
La mamá de Tate llegó de viaje. Tate le mostró la máquina y lo primero que hizo su señora madre fue conectarse a Facebook y dejarle un recado a su amiga, que tantas ganas tenía de comprarse una iPad, que estaba escribiéndole desde la del amigo de su hijo.
Luego entró a Twiterrific para darle a conocer a su comunidad el acontecimiento. La señora sólo preguntó dos veces cómo regresaba al menú principal, lo demás fue intuitivo y literalmente manual. Estaba sorprendida y no paraba de decir: “Wow… wow, qué fácil”.
El domingo la mañana no se prestaba para salir. Llovía, hacía frío y tenía mi iPad sólo para mi. Así que me conecté a internet, bajé mis correos, leí el Wall Street Journal con su app especial para la iPad, busqué la app del  New York Times, que no encontré porque aún no está disponible, leí Reforma, El Universal y fui a Facebook a dejar constancia de mi compra, me conecté a la iBookstore compré un libro de cocina (12.99 dólares), uno de gramática en inglés (9.99 dólares) y otro de memorias de un maratonista (15 dólares).
Navegué por la librería de Apple, que aún está “pobre”. Abrí la agenda, que ahora sí despliega todos los detalles de las citas, no como en un celular donde hay que abreviar y codificar la información.
En total, pasé cuatro horas tumbado en la cama con mi nuevo juguete. No extrañé el teclado físico, es ligera, es rápida, muy rápida, y como dijo un periodista, “la iPad es un dispositivo para consumir contenido, no para crearlo ni editarlo”. Estoy de acuerdo.

Fuente: blogs.cnnmexico.com
 


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